No estoy segura del todo si este texto es del escritor Colombiano William Ospina, yo se que Él ha venido a Quebec a dictar conferencias… pero de quien sea, es un hermoso texto.
Un saludo para Pepe, me gusta mucho tu forma de ver las cosas, ese optimismo y ese animo es el que se necesita para emprender este nuevo camino, saludes a tu esposa y suerte con la bebé.
EN EL PAIS DE LOS ARBOLES DE MIEL:
ES UN ERROR PENSAR QUE estamos visitando Canadá por primera vez. Hace 30.000 años pasaron por aquí nuestros abuelos, y su recorrido posterior hacia el sur pudo haber durado milenios. Los suramericanos debemos tener en algún lugar de la memoria genética estas llanuras blancas, estos bosques de abedules, de abetos negros y de álamos temblones, estos alerces, estos nogales, estos olmos, pero sobre todo estos arces de miel que el otoño va enrojeciendo hasta convertir todo el país en un incendio quieto y frío por el que pasan ondulando las ardillas, donde el salmón asciende por los torrentes, donde braman los alces de grandes cuernos vegetales, donde muestra su aspecto peligrosísimo de criatura cordial el oso pardo, y donde los lobos le aúllan a la luna enorme y transparente.
No sé si ese recuerdo tan antiguo sea verosímil, pero uno quiere sentirse canadiense enseguida. Aquí nada despierta los recelos que a veces tenemos con Estados Unidos, porque Canadá no invade países ni los llena de espías, no se tomó a Panamá ni nos llevó la hojarasca de la compañía bananera, deja que los muchachos se fumen su yerba inofensiva en los parques, y tiene la elegancia de casi no hacerse notar en la ensangrentada superficie del globo. Como un vecino discreto, no nos abruma con su existencia, a pesar de ser el segundo país más extenso del mundo y de contener, se dice, la cuarta parte del agua planetaria.
Dos ciudades medianas estarían llamadas a ser la capital: Toronto y Montreal, pero, dadas sus viejas rivalidades como epicentros de la cultura inglesa y de la cultura francesa, del costado sajón y del costado latino de su pueblo, han preferido ceder prudentemente la sede administrativa a la verde, tranquila, sobria, limpia, irreprochable, aburrida y hermosa Ottawa, donde el solemne edificio del Parlamento se refleja en las aguas del río, donde el extenso parque Gatineau se llena de paseantes y meriendas bajo el sol y bajo el viento que ronca, donde gentes de todo el mundo pasean sus rizos rubios, sus turbantes, sus velos islámicos, sus barbas judías, sus pieles mestizas, sus ojos rasgados, sus caras pecosas, sus ojeras indias, sus pieles negras, en julio caminando por las calles soleadas, y en febrero en patines por la pista congelada del gran canal, y sobrellevan los 35º centígrados del rudo verano y los espeluznantes 40º bajo cero de ciertos días ventosos de invierno.
Aunque son los primeros días de octubre, el cielo está radiante y muchos árboles apenas empiezan a perder su verdor y a enrojecer. Pero aquí también el clima es caprichoso: una mañana despierto en mi habitación en el piso 18 del hotel y no encuentro la ciudad en la ventana. Ottawa, que se ahondaba en barrios boscosos, en edificios universitarios, en grandes hoteles, en iglesias de campanarios agudos, hacia lo hondo de la llanura, ha desaparecido. Ante nuestros ojos sólo hay un abismo blanco que ni siquiera muestra la calle allá abajo. La niebla cubre la ciudad hasta el mediodía, y sin embargo cinco días después, cuando mi hija Andrea y yo nos disponemos a partir hacia Montreal, un sol rojo se alza al amanecer sobre la ciudad oscura, y la luz parece ir cayendo sobre las cosas en las alas incontables de las gaviotas.
HABLAR DE CANADÁ EXIGE hablar de árboles y de animales, de esos castores a los que vemos arrojarse al agua desde las orillas llenas de leños de los estanques del Biodomo, y que inmediatamente vemos en el piso de abajo nadando como peces en las profundidades; de esas gaviotas que se bañan con una alegría casi humana; de esos pingüinos que parecen divertirse haciendo reír a los ancianos visitantes. Porque esta extensión de más de diez millones de kilómetros cuadrados es, como la selva amazónica, el reino de los árboles y de los animales, y no alcanzan a habitarla 50 millones de personas. Los hijos de ingleses y franceses de antes, pero ahora los inmigrantes del mundo entero, y entre ellos cada vez más colombianos, en su mayoría refugiados que buscan abrigo contra la violencia, o que huyen del conflicto que sigue devorando a Colombia.
Montreal, una isla en el abrazo del gran río San Lorenzo, con viejos barrios franceses y un puerto romántico entre construcciones iluminadas como lámparas, es una ciudad mucho más desordenada y más viva. Quebec, donde el río se hace inmenso, muestra castillos franceses a las llanuras laurentinas, y la hermosa arquitectura del barrio viejo que invita a quedarse. Más allá de la rivalidad de sus países internos, Canadá es la morada de un pueblo cordial y sencillo y de una historia apacible. Se dice que los europeos ocuparon un territorio donde al parecer no habitaban más de medio millón de indígenas: nuestros abuelos ya se habían ido hacia el sur, a buscar las grandes praderas y las florestas tropicales, de modo que en el norte sólo debieron de quedarse los que amaban el frío, los que aprendieron a navegar en cerradas canoas de piel, los que hacían sus casas con bloques de hielo forrados de pieles por dentro, o usando como vigas arqueadas los huesos de los grandes cetáceos, los que se complacían haciendo trineos de madera, y grandes raquetas para caminar por la nieve, y botas de pieles, y trajes de pieles, y cerradas cunas de piel para llevar en la espalda a los críos.
EL MUSEO DE LAS CIVILIZACIONES, en Ottawa, es un homenaje a esos pueblos indígenas y a sus culturas. Uno casi deplora que Colombia sólo haya considerado digno de ser mostrado al oro de los artífices, y que no haya una rica y compleja muestra de lo que fueron y de lo que son los pueblos indígenas de nuestro país, cuando son tantas las enseñanzas que tienen todavía para darnos, y cuando es creciente la admiración que despiertan en el mundo sus objetos, sus muebles, sus tejidos, sus ornamentos, sus elementos rituales e indumentarios, su ética, su saber y sus mitologías. Nos conmueven esos grandes tótems de madera tallada y coloreada, en los que es incluso posible encontrar afinidades estéticas con las figuras monolíticas de la cultura que harto impropiamente llamamos de San Agustín. Y las tiendas, los tejidos, las barcas, los instrumentos, los cuentos, los mitos, las músicas de los pueblos padres del norte.
DONDE LA NATURALEZA SE CUIDA y se conoce y donde la memoria se honra y se recuerda, es amable la vida. Todo el mundo está activo entre este vuelo de hojas: hay encuentros de escritores y de científicos en Ottawa, está el Festival de Poesía de Trois Rivières, están los festivales de cine y de música de Montreal, y viene el invierno con sus concursos de escultura sobre el hielo en las plazas y sus montañas de nieve llenas de esquiadores. Esta semana, un encuentro internacional de activistas contra la pena de muerte trajo a Montreal a Bianca Jagger y a la eternamente bella Catherine Deneuve.
Por la autopista que nos trae de regreso de Quebec, una mancha oscurece una parte del cielo: es una larga nube de perdices que se aleja sobre los bosques rojos. Aunque muchos comunicadores no lo crean, esos son de verdad algunos de los grandes hechos de un país. Y esta semana ha tenido lugar otro de esos vastos hechos canadienses que nunca son noticia y que siempre deberían serlo: los @!#$, en muchedumbre, ya se van hacia el sur, a buscar los climas cálidos ecuatoriales y el verano en el otro extremo del continente, dejándoles el hielo a los renos, a los osos polares y a los oficinistas resfriados. @!#$ y gansos canadienses, decimos, aunque no hay ninguna razón para no decirles también colombianos o argentinos. Son las antiguas criaturas de la patria común, escogiendo con sabiduría su lugar preferido para pasar la siguiente temporada del año, y que vuelan a muchas leguas por encima de nuestras estúpidas y mezquinas fronteras.
… CANADÁ ES LA MORADA DE UN PUEBLO CORDIAL Y SENCILLO Y DE UNA HISTORIA APACIBLE
COMO UN VECINO DISCRETO, NO NOS ABRUMA CON SU EXISTENCIA, A PESAR DE SER EL SEGUNDO PAÍS MÁS EXTENSO DEL PLANETA
