Inicio Foros ¿Cómo son vistos los venezolanos que emigran? Los venezolanos, que somos tan divinos

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    La imagen que los venezolanos tenemos de nosotros mismos suele esconder más de un absurdo. Nos gusta pensarnos, entre otras cosas, como gentes que siempre están un paso más allá de los acontecimientos. Nos suponemos eternamente adelantados, dueños de una asertividad muy deseable pero poco frecuente: cuando todos van, nosotros ya estamos de regreso. Por eso hay quien piensa que Bolívar se inventó a sí mismo, que tiene una relación más directa con Jesucristo que con la historia de su siglo. Por eso, otro ejemplo, también hay quien cree que José Leonardo Chirino fue un Martin Luther King sin tanto alboroto, desdichadamente nacido en un tiempo y en una geografía sin televisión. El día que comenzó el Mundial de Fútbol de Corea y Japón, me resultó muy revelador el titular de la página deportiva de un periódico: “Ultimo mundial sin Venezuela”. Estábamos llegando aun antes que nosotros mismos. Esa era la noticia.

    Una de esas creencias sostiene que los venezolanos somos, y siempre hemos sido, muy tolerantes. Que la tolerancia entre nosotros es algo que se da de manera natural. Como el orégano orejón entre las yerbas del patio. Esta idea da por hecho que Hugo Chávez importó, aún no se sabe de dónde, el feo vicio de la rigidez y de la inflexibilidad ante las diferencias, logrando que se contagiara de manera inmediata entre toda la población. Tengo para mí, con el perdón de algunos brillantes académicos del ramo a quienes conozco, que eso que llamamos Historia tiene en la publicidad uno de sus mejores discursos. Por eso quiero tocar una cuña, en apariencia inocente, que según mis sospechas puede retratar muy bien las dudas que propongo sobre nuestra supuesta tolerancia. Se trata de una promoción de cerveza que acostumbra retrasar el inicio de las películas en las salas de cine. Cuento dos spots que he visto: un grupo de jóvenes está disfrutando su propia nada en un apartamento. Ven la televisión, beben muy felices cerveza. De repente, un muchacho recibe una llamada en su celular. Dice, sin ningún ánimo de fastidio, algo como “Sí, gorda, claro. Ahora nos vemos, mi amor”. Cuelga, en plan de irse. “Ya me voy”, dice, además. De repente se produce un silencio que parece una pedrada. Y todos voltean estupefactos, lo miran y: “Aaaaay”, corean. Ya se sabe: ese ay, con a estirada y tono de te caché, es como un ay, papi, @!#$, por decir lo menos. Otro relato de la misma cuña: un desorden de muchachos está en plan de pachanga en una playa. Todo es rumba, sensualidad y burbujas de levadura. Una joven espectacular, sin dejar de mover sus caderas, se acerca hasta un flaco y lo convida: “¡Vamos a bailar!”. Pero este flaco, algo entrecortado, responde: “No, no. Yo no bailo”. Se repite el truco: de pronto hasta los tambores voltean y clavan sus pupilas en el idiota que se ha atrevido a decir esa barbaridad. Es sólo un segundo. Un pedazo de caliza que no suena. Y entonces aparece nuevamente el “aaaaay” alargado y burlón. Es la pita clásica y monumental. Sí, papi, ¡ay!, ¡qué @!#$! El modelo me parece puntual. Y algo, dentro de la inteligencia publicitaria, debe haber para que una empresa decida asociar su marca a la intolerancia como fórmula de relación social y de consumo, a la coerción, a la agresión colectiva en contra de la diferencia, actitudes que –en teoría– serían material para cualquier crítica muy sensata y muy sociedad civil, muy oposición en contra de la barbarie talibana.

    Porque nuestro mito es dulce y halagador. Dice que somos un pueblo generoso, que recibe a todo extranjero con los brazos abiertos; que no reparamos en las diferencias raciales o sociales; que nuestro espíritu es plural y condescendiente, ecuménico, dispuesto siempre a celebrar la heterogeneidad. Eso de la exclusión –aseguran– es una moda reciente. Esa palabra jamás chapoteó en nuestro vocabulario. Eso vino con la Quinta República.

    En realidad, nunca hemos sido tan buenos. Basta ponerse en un lado distinto, pero en esa misma tesitura, para escarbar un poco en otra versión. Los extranjeros siempre fueron portus, turcos, gallegos… musiús en el mejor de los casos, término que además no creo que se acerque demasiado a lo que se conoce como un apodo cariñoso. Cuando no colombiches o simples indios de @!#$, ecuatorianos o peruanos, inmigrantes que llegaban a hacer oficios que el venezolano desdeñaba. Nuestra idea de hospitalidad –al menos en buena parte del sigo XX– está ligada a la miseria del recién llegado, a su disposición a servirnos a cualquier precio. En ese trecho nos confundimos. Empezamos a creer que su desesperación era, en verdad, una cualidad de nuestro gentilicio, un valor de nuestra identidad.

    La noción, muy asentada entre nosotros, de que somos una cultura de igualados, amistosamente fluida, en la que el mestizaje es casi una condición gestual, tropieza, también y sin embargo, con otras concepciones para las cuales el Sambil, en días festivos y gracias a la democratización ciudadana del metro, se convierte en “El Mandril”. También hay quien cree que nombrar lo popular, y señalarlo, como el perraje, el reino de los niches o de los monos, sólo era un pacto de confianza, un guiño de la más cordial venezolanidad. Cierto: ni lo uno ni lo otro. No somos, ni hemos sido, una sociedad que asesina panameños o encarcela al primer pobre que se atreva a asomar sus ojeras sobre una acera. Pero tampoco somos la sociedad sin exclusiones que muchos sueñan, un paraíso perfecto, arruinado por el infierno del MVR. No. Hugo Chávez tocó afectivamente unas honduras ciertas, que nos pertenecen a todos. Hizo crujir nuestros mitos. Sin proponérselo deliberadamente. Sin tener conciencia de ello. Porque ya después, en la enfermedad política, en la única pasión de concentrar y prolongarse en el poder, azuzó sin ninguna dirección todas nuestras miserias. Pulió los resentimientos, alimentó con yodo las heridas, puso a hervir, de lado y lado, lo peor de nosotros mismos… No criticar y no combatir su gestión de Gobierno, infantilmente llamada revolución, sería tan suicida como negarnos a ver el país que él también dejó al descubierto. Desde hace mucho tiempo la obsesión con la salida de Chávez se ha vuelto un programa político, una ansiedad colectiva. Eso también puede llegar a convertirse en una ceguera. En un nuevo mito que nos impide ver lo que somos, lo que tenemos que cambiar. Para seguir jodiendo con Simón Rodríguez: o nos reconocemos o erramos.

    El Nacional 8-Sep-02
    ALBERTO BARRERA TYSZKA
    [email protected]

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